Epifanías de Cordillera

A inicios del año en una ciudad grande y latina, ubicada en el gélido corazón de una cordillera, el caos se desató. Sumergió en estupidez a los ciudadanos y en Dios sabe qué cosa peor a los gobernantes. Algo, una cosa pequeña, un ser invisible, como el diablo, pero más temido que él mismo, entró hasta estos fríos lares del mundo, encerró a la gente en sus casas y las marinó en su propio miedo. Había de todo, un poco de odio y mucho descaro, como siempre algunos ricos y otros miles de desamparados, criticados porque tenían más hambre que dinero. Todo esto muy esperable, todo esto muy latino.

Afortunadamente para un chicuelo, un hijo del campo, su familia escapó de la demencia de la urbe justo a tiempo. Tenía de estos padres con sangre pura y nativa, pero como la piel era acaramelada y no blanca, no era algo de lo que presumían. Fue justo durante este curioso escape que volvió el color a sus ojos. Mientras el silencio era cortado por el silbido del viento cuando viajaban por la carretera, la cordillera le dio la bienvenida. Somnoliento y ligeramente acalorado, recostado en la ventana mientras miraba al cielo en sus conocidos celestes y grises, de repente pasó. Apareció suavemente un sutil y coqueto anaranjado entre las nubes, rayos de luz bajaban rodeando el cielo y las montañas, impactando y dándole más vida al verde de la hierba. Junto a la carretera, en esas casitas de ladrillo y cemento, se escuchaba el sonido de decenas de guitarras tocando arpegios que se marcaban al ritmo de unos latidos acompasados de emoción y sorpresa. Por las ventanas entraba despeinándolo la pureza del aire de la cordillera, que descendía bailando entre un vaivén de pastizales. Era refrescante… una bocanada de esos vientos le devolvió el alma a nuestro chicuelo. Fue todo un viaje, ya no había grises y concreto, había verdes, anaranjados, celestes, montañas y volcanes.

Llegados al destino, con el corazón haciéndose sentir, vieron la casita de antaño, con tíos, primos y abuelos acaramelados. Una de muchas casitas al pie de la montaña, con el bosque por jardín y los valles por entrada. Los recibieron con un abrazo de esos que dejan corto al frío del páramo. Finalmente habían llegado con sus hermanos. Sentados a la mesa, mientras afuera cantaban el viento y la luna, todo se movía; ollas, platos, panes y sonrisas. La dulzura de la cena y el calor del fuego adornaban esta casita. Casi sin paredes pero plagada de camas, cobijas y telas, con los colores bañados bajo el dulzor de luces amarillas. La noche fue solo un bostezo y un parpadeo.

La mañana siguiente, mientras la brisa contoneaba la hierba y las flores, y la luz se deslizaba desde el horizonte despertando los colores, todos se levantaban en la casita. Los chicuelos salieron a jugar entre los cultivos, esos altos laberintos color verde clarito que parecían rebotar entre el aire. Mientras corrían podían ver un poco de esta milenaria magia de la vida, a pico y pala la tierra era cultivada con un ritmo de esperanza y fuerza. El suave sol de la mañana resaltaba la sombra de tíos y abuelos que trabajaban en el campo, mientras contrastaba con el azul matinal de los volcanes en el horizonte. Fue presenciado el contrato que tienen la tierra y el hombre. Eso explicaba la gran cantidad de manjares en la mesa, realmente solo eran vegetales, verduras y hortalizas, pero solo Dios sabe a qué se debía que el sabor tuviera tan conmovedora diferencia.

Apilados a un lado de la casa se encontraban un montón de costales blancos, se veía de todo en ellos, cebollas, papas y tomates más que nada. El abuelo llamó a los chicuelos para mostrarles el fruto de la tierra. Sucede que en la urbe ese algo invisible seguía dándose las vueltas y vaya sorpresa, la gente allá no come si en estos campos no se ara la tierra.

Sutil y con silencio el abuelo observaba como el chicuelo se sorprendía al pisar la tierra de la que él venía y como queriendo devolverle un recuerdo animó al grupo de peques a dar un paseo por la montaña. Desde la puerta de la casa se elevaba el coloso milenario, vestido de árboles robustos y criaturas. Tomaron camino por un suave sendero que el tiempo había trazado, siete chicuelos y un anciano se adentraron al bosque perfumado con esa fragancia a calma y frescura que solo brinda la pureza. Todo el camino era un deleite, a paso lento y con la brisa danzante contemplaban las hojas abrazadas a sus ramas. Las sombras en lo profundo estaban perpetuas mientras a ratos la luz se derramaba desde las copas de los árboles en forma de cascadas esbeltas y delgadas.

    - Hace mucho tiempo, este verde era el que valía –dijo con cariño el abuelo-. Vayan con cuidado, niños, las montañas alguna vez fueron dioses, ahora descansan entristecidas.

Llegando a un barranco al mismo tiempo que la noche, no muy lejos de casa, el frio aliento del páramo los mimaba mientras sus ojos repletos de asombro veían la gloriosa belleza de la noche. El corazón se aceleró. Desde lo alto mirando al infinito veían las titánicas nubes galácticas ser atravesadas por el viaje y caída demencial de miles de estrellas. El cielo se sacudía elegante, frenético y risueño ante las pupilas de nuestro chicuelo.

    - Entonces, chiquillo –le dijo el abuelo con una sonrisa sabia y engreída- ¿Qué te parece el paisaje de los que vivimos bajo las hojas y sobre la hierba?


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